Encontramos este sutil poema amoroso, sencillo y emotivo, hace justo un año en uno de esos callejones bajo la Alhambra.
Es tan granaíno que dudo mucho que su autor/a lo sea.
[Mencionar la Alhambra y una cueva en tres líneas nos parece demasiada casualidad para no tratarse de un/a estudiante de paso. Su tierna nostalgia nos hace pensar en esos Junios en Granada, tan decadentes...]
Los aires de este poema nos trasladan hasta la poesía amorosa árabe, o al menos a aquella que, sensual hasta la extenuación, rebosante de brillos y reflejos de oro y marfil, espejos de agua y trenzas estrelladas, y apoyada en la arquitectura palaciega más esplendorosa, ponía todo su empeño en exacerbar al máximo nuestros sentidos: de tanta maravilla como sentía uno, se creía en el cielo.
Las cosas han cambiado mucho desde el siglo XI, y sin embargo ese espejismo sigue siendo trabajado profundamente (aunque de una manera mucho más burda), de forma que Granada pueda revender cada día su propia imagen irreal (ideal, podríamos decir).
No voy a insistir en estas ideas. La obra de hoy será mucho más elocuente que nuestros razonamientos. Escrita sobre el más humilde de los ladrillos de la esquina más sucia y con el peor de los rotuladores negros, dice:
No nos importan nada esos brillos. Una ciudad es otra cosa, está en otros sitios más... reales. En esta sucia esquina de este sucio callejón, por ejemplo. Se escribe con este rotulador barato, por ejemplo. Y la escribimos personas como nosotros, sin nombre ni carnet ni cara, de noche y solos, por ejemplo.
Personas que escriben poemas por las paredes.
Y no nos volverás a ver.
Y no nos volverás a ver.
Seguid escribiendo la ciudad, que falta le hace.
Un abrazo.
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